Un Dios que se “contamina” con nuestra humanidad herida
VI Domingo del Tiempo Ordinario (B); 11 de febrero de 2024
Lev 13:1-2,44-46. Sal 32. 1 Cor 10:31—11:1. Marcos 1:40-45
Diácono Jim McFadden
Los últimos domingos nos hemos encontrado con Jesús, el Divino Médico de nuestros cuerpos y almas. Fue enviado a nuestro mundo plagado de alienación, polarización, disensión, disfunción e injusticia social de todo tipo, todo lo cual nos enferma espiritualmente y afecta incluso a nuestros cuerpos. El Padre envió a su Hijo a nuestro mundo para tocar nuestra humanidad herida, para sanar nuestro quebrantamiento, marcado por el pecado y sus consecuencias, que vemos plasmadas gráficamente en nuestro tiempo y lugar.
El pasaje evangélico de hoy (cf. Marcos 1, 40-45) nos presenta la curación de un hombre que padecía lepra, una enfermedad considerada en el Antiguo Testamento como una impureza grave con tintes morales: es decir, era vista como resultado de una mala acción moral de él mismo o de su familia. Entonces, la persona era vista como impura tanto moral como físicamente, lo que requería separación de su familia, comunidad e incluso de la sinagoga. Por eso, mientras se mueve, tiene que advertir a los demás: “¡Inmundo, inmundo!” (Lv 13:45c) y “Siendo inmundo, el individuo habitará aparte, fijando su residencia fuera del campamento” (v. 46). El destino de un leproso era muy malo: las instrucciones del Levítico lo convertían en un marginado. Lo que es peor es que el enfermo de lepra internalizaba el oprobio de su sociedad haciéndolo sentir impuro consigo mismo e incluso ante Dios: por ejemplo, no se le permitía adorar con la comunidad creyente de la sinagoga/templo. ¿Te imaginas vivir una vida miserable sin ningún tipo de esperanza? La angustia mental y el insoportable aislamiento debieron ser devastadores.
A pesar de todo esto, el leproso del Evangelio de hoy sintió que Jesús era diferente; más aún, creía que Jesús podía liberarlo de su aflicción externa e interna. Había oído hablar de Jesús de Nazaret, que sanaba a toda clase de personas; como reunía a los excluidos, como los pecadores públicos y los recaudadores de impuestos. Entonces, aferrándose a la última luz de esperanza, dio un paso adelante con valentía, lo que en sí mismo rompió los tabúes sociales y la Ley Mosaica. Públicamente, se convirtió en transgresor.
Jesús debería haber mantenido al hombre a distancia. Pero, en cambio, Jesús permite que el hombre se acerque a él. Entonces Jesús hace algo impensable en ese momento: se conmueve hasta el punto de extender la mano y tocarlo. Al hacerlo, Jesús también se convierte en transgresor. ¿Qué dice esto sobre la Buena Nueva que proclama: Dios se acerca a nuestras vidas donde estamos aquí y ahora; le mueve la compasión por el destino de nuestra humanidad herida y viene a derribar cualquier barrera que nos impida estar en relación con él, con los demás y con nosotros mismos. Se acercó… cercanía. Así es como Jesús se relaciona con nosotros. Compasión: sufre con nosotros. Ternura: Jesús se preocupa por nosotros y nos lo hace saber “tocándonos”.
En este episodio vemos a dos transgresores: el leproso y Jesús. El leproso no debería haberse acercado a Jesús y el Señor no debería haberlo tocado. Ambos son transgresores; ambos cometieron transgresiones.
La primera transgresión es el leproso: sabía cuál era la Ley y debería haber permanecido aislado, pero acude a Jesús. Su enfermedad fue considerada un castigo divino: no sólo era físicamente impuro sino que internamente era moralmente corrupto. Merece ser leproso. Pero, en Jesús, el otro transgresor, vemos otro lado de Dios: no el Dios que nos castiga por nuestras transgresiones, sino el Padre de compasión y amor que nos libera de nuestro pecado y nunca nos excluye de su misericordia. Así el hombre puede salir de su aislamiento porque en Jesús encuentra un Dios de comunión que está dispuesto a compartir su dolor tocándolo.
Hermanos y hermanas, no podemos minimizar lo impactante que es esto: Jesús tocó al leproso, lo cual estaba absolutamente prohibido por la ley mosaica. Tocar a un leproso significaba ser impuro: es decir, uno está infectado por dentro porque ha ido intencionalmente en contra de la ley de Dios. Pero, al hacerlo, Jesús está revelando que el deseo de Dios es purificarnos de enfermedades que nos desfiguran y arruinan nuestras relaciones. En ese contacto simple pero radical entre la mano de Jesús y el leproso, se derriba toda barrera entre Dios y la impureza humana, la desfiguración, la alienación, entre lo sagrado y lo profano.
Cada uno de nosotros ha experimentado heridas profundas, fracaso, sufrimiento, rechazo y egoísmo que nos hacen cerrarnos a Dios y a los demás porque eso es lo que hace el pecado: cerrarnos a Dios y a los demás porque sentimos vergüenza: por eso internamente nos guardamos, nos alejamos de la gente diciendo “¡inmundo, inmundo!” Pero Dios quiere quitar nuestra humillación abriendo nuestro corazón. Ante todo esto, Jesús anuncia que Dios no es una abstracción y mucho menos una ideología, sino que es Dios quien se “contamina” con nuestra humanidad herida y no tiene miedo de contraer nuestras llagas. Esta no es una interpretación contemporánea del Evangelio, pero San Pablo lo dijo por primera vez en su Segunda Carta a los Corintios: “Por nosotros, el que no conoció pecado, se hizo pecado a sí mismo, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (v. 21). Por tanto, miren a Dios que se contaminó para acercarse a nosotros, tener compasión de nosotros y hacernos experimentar su ternura. Cercanía, compasión y ternura: Jesús, el icono del Dios invisible, nos revela todo eso.
Preguntas de reflexión:
1. ¿Cómo experimentas la “lepra” en tu propia vida?
2. ¿Está Jesús tan cerca de ti que experimentas su toque?
3. ¿Crees que Jesús puede curar tu “lepra”? ¿Quieres que lo haga?
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